Yo mismo tuve una experiencia así en mi juventud. Amaba a una muchacha que, además de ser encantadora, poseía, como don adicional, como "obra inmerecida", unas bellísimas orejas. Normalmente considero que las orejas más allá de ser parte de la conformación propia de nuestra apariencia , son su parte menos simpática, apéndices avinagrados e inmóviles que se mantienen impasibles al margen, mientras por nuestro rostro pasan, como una corriente, las vicisitudes de manifiestas fortunas; con su pequeña forma abstrusa, las orejas -tan diferentes de los ojos y la boca- delatan su egoísmo: sólo reciben y nunca dan algo a cambio. En esta muchacha, sin embargo, el carácter pasivo de las orejas tenía un sentido característico y apropiado, el ser femenino, que es receptor, parecía estar simbolizado en ellas: la expectante sumisión de la recepción. Pero cuando en una oportunidad le declaré mi amor a sus orejas, me dijo: ¡Por favor, ¡ninguna otra relación! ¡No debes adorar a nadie más que a mí!". Lo dijo sonriendo, pero de la misma manera en que solía hablar: como si hubiera una seriedad en sus palabras que ella misma ignoraba.
Ya perdida la inocua integridad interior de la juventud, pensé a menudo en ello; pues el carácter múltiple y contradictorio de nuestro desarrollo total se refleja en que también allí donde amamos completamente tomamos a veces un rasgo, a veces otro, como verdadero objeto de nuestro amor, de modo tal que, en una y la misma persona, no siempre amamos lo mismo: mientras que el ser amado cree estar en nuestro corazón tan único y total como él se siente, abrazamos a un yo-parte de su ser, a algún otro formado de su misma materia, pero que no es él. Sería una tragedia para innumerables mujeres saber cuán frecuentemente sus esposos les son infieles -con ellas mismas-. ¿Acaso los hombres no tienen en la misma medida , motivos para estar celosos de sí mismos? También creo esto: las mujeres que nos aman, aman también a un ser que quizá cambia de forma y que nos resultaría igualmente inquietante si lo conociéramos, porque es a la vez nosotros y no nosotros.
Pero esta infidelidad, que usamos para vestir al otro con mil formas cambiantes y amarlo así en ellas, a sus espaldas, ¿no es quizá un ingenioso obsequio de la naturaleza para compensar el azar intrínseco a toda monogamia? Que el hombre. el ser más cambiante del mundo, se atreva a prometer: "Amaré a este ser y a ningún otro mientras viva", ¿no es la mayor de las imprudencias? ¿No conduciría a una miseria sin límites no saber amar al otro como un ser múltiple. hoy diferente de mañana, mientras que él cree ser el mismo? ¿No es esta infidelidad en los límites de la fidelidad el medio más genial y benévolo con el que la naturaleza dota a la liviandad de nuestros votos con una eternidad inmerecida?
Transcrito un 10 de junio, fecha de la muerte de Fassbinder.
Tomado de Imágenes momentáneas - Gedisa