El placer de adoptar nuevos papeles ante personas que le conocen a uno bien, escabullirse de ellos, por decirlo de algún modo, es tan grande que la invención de nuevos caracteres, como corresponde al oficio del dramaturgo o del novelista, resulta relativamente aburrido. Seguramente por eso muchos de los más excelsos personajes no pasaron a la posteridad. Uno quisiera ser ellos, intensamente, y ver cómo actúa su magia sobre los demás, no sólo consignarlos y conservarlos. Resulta liberador ver hablar a estas viejas manos en lenguas nuevas que poco antes ni uno mismo conocía. Resulta gratificante meterse en un nuevo rostro y volver a colgar sobre él el viejo como si fuera una máscara.
Tomado de El suplicio de las moscas, Editorial Ayana