
New Parthenon, 23 de junio
El instinto del homicidio ha sido en mí muy fuerte desde la primera adolescencia. La idea de reducir al mutismo ciertas voces que me molestaban , de ocultar bajo un metro de tierra una cara que no podía sufrir, me ha tentado siempre. Pero veía que en la civilización occidental el asesianto era mal visto y, además, ocupación de la hez del pueblo. Apenas comencé a leer libros de historia, mis héroes fueron Tamerlán con sus pirámides de cráneos, Herodes con sus matanzas en masa, Calígula con sus fiestas diarias de ejecuciones.
Hoy no hay más que la guerra. Pero en la guerra el homicidio es anónimo, y raras veces se ven los efectos de la propia obra. Además no se puede escoger, y donde falta la elección falta la satisfacción. ¿Se tomaría una esposa sacada a la suerte? No he podido ir a la guerra y he resistido siempre a las tentaciones. Ahora he hecho fabricar fantoches de piel pintada, vestidos como hombres reales. Son copias perfectas de mis enemigos, de la gente que me es odiosa. En el interior contienen, en los centros vitales, saquitos llenos de un líquido rojo.
De cuando en cuando, si se me ocurro , los hago colocar de pie entre los árboles de mi parque. Y mientras me paseo, apenas veo aparecer uno, disparo, le tumbo y una falsa sangre sale de la herida.
Es una distracción, y tal vez una expansión saludable. Pero no es lo mismo: falta el grito, falta mi estremecimiento, el sentido de lo irreparable, de la autenticidad... No, no es la misma cosa.
GIOVANNI PAPINI
En "Gog".